
Días atrás me sumergí en la cotidianeidad de un pueblo de provincia. Recorrimos varios kilómetros atravesando campo para llegar al hogar que nos espera siempre con los brazos abiertos y rostros plagados de sonrisas. Enseguida la mesa se cubrió de fiambres frescos y recibimos la invitación a saquear la huerta repleta de zapallos, los durazneros y un - Lástima que los melones no están maduros, sino podrían llevarse algunos de muestra.
Al caer la tarde llegó la invitación mayor.
- En un pueblo vecino se festejan los carnavales. Hoy se elije la mejor carroza y después del concurso tendremos el recital de .... - Nunca había escuchado el nombre de ese cantante, pero lo citaban con tal respeto que no tuve valor para confesar mi ignorancia.
Accedimos de buen grado a la invitación. Dos porteños transitando la veintena de años no tienen experiencia de carnavales. En la capital bonaerense se perdieron esos festejos hace años.
A las 11 de noche llegamos al pueblo. Debimos estacionar a varias cuadras del evento, pasamos al lado de montones de gente instalada en reposeras en la vereda de sus casas, unos charlando con vecinos situados en la vereda de enfrente, otros mirándonos con el orgullo de apreciar que tantos forasteros se acercaran a su carnaval.
Llegamos a una plaza que sentí que representaba la Argentina pueblerina de décadas atrás, la que cuentan mis abuelos que existió en su niñez.
Vecinas bailaban del brazo al son de los altoparlantes musicales, centenares de chicos bañados en espuma se corrían empuñando aerosoles, un atolladero de gente avisoraba las carrozas que daban la vuelta a la plaza.
Miles de sillas se alineaban a lo ancho de la plaza frente al escenario donde un locutor contaba los autores de cada carroza, la escuela, el jardín de infantes, una cooperativa...
Por supuesto que nosotros no dimos con ninguna silla, nos acercamos tanto como pudimos al centro neurálgico del evento, lo que significó una distancia importante. La suerte no nos acompañó, ya que uno de los árboles de la plaza estaba ubicado justo en el ángulo que llevaba nuestra visión al escenario.
Se eligió la carroza ganadora. Yo sólo vi una décima parte de la misma, pero vi el alborozo general que me rodeaba por la elección del jurado. El recital comenzó y me pareció haber escuchado alguna vez una de las canciones.
La gente a mi alrededor irradiaba energía. Se leía en el ambiente la alegría comunitaria. Era la fiesta del pueblo, de todos ellos. De las chicas que le tiraban ramos de flores a los cantantes, de los chicos que aplaudían a su alrededor, de los ancianos que sentados en sus reposeras movían la cabeza sin ver el escenario, de los niños que jugaban con la espuma a varias cuadras de sus padres que bailaban del brazo de algún vecino.
Debo confesar que hacia la 1.30 de la mañana a los dos porteños que presenciábamos el espectáculo nos vencía el sueño. Sigilosamente volvimos al auto. Nos acomodamos para dormir a la espera de nuestros acompañantes que disfrutaban del festejo de su pueblo vecino, como sus vecinos irán a acompañarlos cuando su pueblo celebre.
A distancia veo cuantas estrellas cubrían ese suelo. Yo confieso que me dormí, pero del recuerdo nada me las borra.